miércoles, 10 de diciembre de 2008

LA PLAYA

Las gotas de sudor le caían gruesas por la espalda. Por las sienes. Por la frente. Por todo su cuerpo. Calor húmedo e intenso a tan solo una hora del amanecer. Las ruedas del carro que empujaba se enganchaban una y otra vez por aquella calle llena de baches y de trazo irregular; para Diego aquello era tan habitual que apenas percibía los movimientos casi automáticos con los que iba recolocando el carro sobre el suelo en su camino hacia la playa.

Vivía a unos dos kilómetros de la playa, entre varios edificios altísimos, con jardín, garaje, zona de recreo y portero en las puertas y a espaldas del Shopping Center, el mayor centro comercial de América Latina, como rezaba el eslogan que cubría toda su fachada. Su casa, sin embargo, como las otras veinte que se apiñaban al borde del riachuelo que corría paralelo a la calle hasta el mar, tenía el techo de uralita, el piso de tierra y una única habitación en la que se comía, se dormía y se pasaba calor. Los grandes coches de cristales oscuros que salían de aquellos garajes daban un rodeo con tal de no pasar por delante de aquellas casas donde la pobreza y la miseria eran sinónimo de violencia y de peligro.

Cuando llegó a la playa el sol era intenso y abrasador y Diego sentía la camiseta pegada a su piel. Otros habituales de la playa en aquellas horas tempranas se afanaban ya partiendo los cocos y las piñas que después venderían voceando desde sus carritos por toda la playa. Diego comenzó a descargar las sillas, aquellas sillitas plegables de telas de rayas ajadas y descoloridas, que cada día coloca en parejas debajo de unas sombrillas de color indefinido. Su espacio queda delimitado por un puesto de bebidas y un grupo de palmeras. Después de una media hora todas sus sillas lucen en una perfecta geometría frente al mar y Diego se dirige, sudando, a beber algo antes de que comiencen a llegar los primeros bañistas. Pedro le saluda con un Feliz Navidad mientras le da un coco helado. Diego entonces recuerda que es Navidad y sonríe mientras bebe ávido los primeros sorbos deliciosos. Un coco frío y helado. El único regalo que Diego, de 14 años, tendrá el 25 de diciembre. En el fondo piensa, otro día más, con la misma rutina de todos los días húmedos y pegajosos en aquella playa infinita. Playa de palmeras, símbolo del paraíso tal vez para todos aquellos turistas blancuchos que se bañan mientras disfrutan de sus navidades diferentes.

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